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La autómata (1927), Edward Hopper |
Mientras daba el primer sorbo abrasador a la taza, eché de menos sobre la mesa aquella carpeta del grosor de un adoquín llena de apuntes, apuntes a boli, con letra ilegible, entre taquigráfico y jeroglífico, que me convirtieron durante años en experta en epigrafía.
El sabor a café en mi boca me ha sabido a aquellos besos ingenuos, en los que se me iba la vida en cada uno de ellos, y que rememoraba en mi cabeza una y otra vez en la soledad de mi cama de 90cm, en la que cabían fantasías kilométricas que me hacían estremecer en la oscuridad.
Y terminando el café añoro ese "otro cafelito?" que hacían eternas las tardes de tertulia donde se arreglaba el país, la educación, el conflicto con una amiga, o aparecían nuevos problemas que hacían necesario quedar ese fin de semana para pegarnos una juerga y olvidarlo todo...
El simple olor a café me ha recordado todo eso... pero ya no me sabe igual.
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