No me
gustaba nada llevar leotardos… Se me iban escurriendo lentamente a cada paso
que daba, hasta llegar a la altura de las rodillas. Creo que ellos me odiaban a
mi tanto como yo a ellos, y por eso querían escapar. Solía buscar cualquier
rincón oculto, fuera de miradas ajenas, y les profería un rápido y poderoso
tirón hacia arriba para intentar mantenerlos en su sitio. Ese domingo, uno de
tantos, mi padre con su Olimpus colgada al cuello, mi madre con un paquete de
pipas en la mano, mi hermano con su pelo “a lo cacerolo” y yo con los leotardos
deslizándose hacia las rodillas, bajamos por la calle Alta de Santa Ana en
dirección a la Plaza de Jerónimo Páez, donde nos esperaba la majestuosa puerta
de entrada al Museo Arqueológico, decorada con unas figuras ultrajadas por el
paso del tiempo que, sin embargo, se me antojaban de la más alta nobleza.
Mientras mi padre pasaba por
taquilla, yo aproveché para dar el enésimo tirón a mis rebeldes leotardos. Al
girarme para comprobar que nadie había sido testigo del maltrato, todos mis
sentidos se vieron sorprendidos por unas sensaciones tan intensas como el sabor
de los Peta-Zeta en mi boca: un potente olor llenó mis fosas nasales, olor que
ahora se que se debía a los bojes que rodeaban el patio, pero que yo califiqué
de “olor a viejo”; un aroma que acompañaba la visión de un estanque rodeado de
potentes piedras labradas, de diferentes tamaños, y que mi padre me explicó que
eran trozos de columnas romanas, basas, fustes y capiteles, dispuestas por todo
el patio sin ningún orden aparente, sólo el de no impedir el libre tránsito de
los visitantes; y envolviéndolo todo el sonido repiqueteante de los chorritos
de agua que, junto al “olor a viejo”, me arrastraron a un estado hipnótico
durante algunos segundos…
Hasta que la vi… Allí donde
terminaba el patio con sus trozos de columnas romanas, se abría una galería
habitada por multitud de esculturas que, al igual que las de la portada del
museo, habían vivido tiempos mejores. En un lado, tímidamente, una figura
femenina desnuda se agachaba, exhibiendo un muestrario de pliegues en la barriga
idénticos a los de mi madre, aunque por desgracia la escultura había perdido
los brazos con los que sin duda se los habría tapado, como solía hacer ella. La
rodeé maravillándome con los detalles, preguntándome quién sería aquella mujer
y porqué estaría tan malograda, hasta que su rostro y el mío se encontraron. El
“olor a viejo”, el repiqueteo del agua en el estanque y la mirada de aquella
desconocida volvieron a sumergirme en mis pensamientos… hasta que la voz de mi
madre me devolvió a la realidad de mis leotardos. Esta vez habían traspasado la
barrera de las rodillas y se desparramaban sobre mis zapatos de charol de los
domingos… “Esto seguro que a ti no te ha pasado nunca” –pensé mientras me
agachaba para subírmelos-…
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