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miércoles, 18 de abril de 2018

RECUERDOS CON LEOTARDOS


No me gustaba nada llevar leotardos… Se me iban escurriendo lentamente a cada paso que daba, hasta llegar a la altura de las rodillas. Creo que ellos me odiaban a mi tanto como yo a ellos, y por eso querían escapar. Solía buscar cualquier rincón oculto, fuera de miradas ajenas, y les profería un rápido y poderoso tirón hacia arriba para intentar mantenerlos en su sitio. Ese domingo, uno de tantos, mi padre con su Olimpus colgada al cuello, mi madre con un paquete de pipas en la mano, mi hermano con su pelo “a lo cacerolo” y yo con los leotardos deslizándose hacia las rodillas, bajamos por la calle Alta de Santa Ana en dirección a la Plaza de Jerónimo Páez, donde nos esperaba la majestuosa puerta de entrada al Museo Arqueológico, decorada con unas figuras ultrajadas por el paso del tiempo que, sin embargo, se me antojaban de la más alta nobleza.
            Mientras mi padre pasaba por taquilla, yo aproveché para dar el enésimo tirón a mis rebeldes leotardos. Al girarme para comprobar que nadie había sido testigo del maltrato, todos mis sentidos se vieron sorprendidos por unas sensaciones tan intensas como el sabor de los Peta-Zeta en mi boca: un potente olor llenó mis fosas nasales, olor que ahora se que se debía a los bojes que rodeaban el patio, pero que yo califiqué de “olor a viejo”; un aroma que acompañaba la visión de un estanque rodeado de potentes piedras labradas, de diferentes tamaños, y que mi padre me explicó que eran trozos de columnas romanas, basas, fustes y capiteles, dispuestas por todo el patio sin ningún orden aparente, sólo el de no impedir el libre tránsito de los visitantes; y envolviéndolo todo el sonido repiqueteante de los chorritos de agua que, junto al “olor a viejo”, me arrastraron a un estado hipnótico durante algunos segundos…

            Hasta que la vi… Allí donde terminaba el patio con sus trozos de columnas romanas, se abría una galería habitada por multitud de esculturas que, al igual que las de la portada del museo, habían vivido tiempos mejores. En un lado, tímidamente, una figura femenina desnuda se agachaba, exhibiendo un muestrario de pliegues en la barriga idénticos a los de mi madre, aunque por desgracia la escultura había perdido los brazos con los que sin duda se los habría tapado, como solía hacer ella. La rodeé maravillándome con los detalles, preguntándome quién sería aquella mujer y porqué estaría tan malograda, hasta que su rostro y el mío se encontraron. El “olor a viejo”, el repiqueteo del agua en el estanque y la mirada de aquella desconocida volvieron a sumergirme en mis pensamientos… hasta que la voz de mi madre me devolvió a la realidad de mis leotardos. Esta vez habían traspasado la barrera de las rodillas y se desparramaban sobre mis zapatos de charol de los domingos… “Esto seguro que a ti no te ha pasado nunca” –pensé mientras me agachaba para subírmelos-…

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