Es bien sabido que el tiempo de espera es directamente proporcional a las ganas que tienes de que llegue un día, una hora, un momento determinado...Los minutos se alargan como gomas elásticas que jamás llegan a romperse, mientras los días se empequeñecen en nuestra memoria porque pasamos por ellos sin apenas prestarles atención, elevando
nuestra mirada por encima para atisbar en la lejanía ese día D y esa hora H.

Y todo llega...el tiempo se detiene por fín en el segundo en que te das cuenta que ese momento ha llegado, y es entonces cuando, en el segundo siguiente, todo ha terminado...
En un determinado momento de mi vida me dí cuenta que Mi Tiempo es único e intransferible, que cuando quiero que se detenga corre más rápido, cuando le presto demasiada atención apenas se mueve y si lo ignoro me juega malas pasadas; y este sin-sentido temporal hace que no me lleve bien con él...además creo que me tiene manía, por eso ya no uso reloj de pulsera y me guío por una temporalidad intuitiva que por lo menos no se ríe de mí tan descaradamente.
Sin embargo también me he dado cuenta que el tiempo me ha ido rejuveneciendo y necesito cada día más vivir intensamente, escabulléndome de obligaciones superfluas, rencores estériles, miedos arqueológicos, sentimientos anquilosados, y me vuelvo niña con juegos ocultos, futuros ilusionantes y experiencias neófitas...
Mientras espero el día D y la hora H, Mi Tiempo juega conmigo y yo juego con él, intentando hacerle trampa, porque parece que hay tiempo de sobra, pero nunca, nunca, es suficiente...