Hay quien le llama miedo al folio en blanco, pero en realidad, detrás de esa frase que es un topicazo se esconde un miedo más profundo que supera la materialidad del soporte escogido y que poco tiene que ver con su palidez. No queramos engañarnos, tenemos miedo de nosotros mismos, de ver una parte de nuestra intimidad más íntima reducida a trazos de diversas formas y tamaños que han querido llamar letras, que nos limitan, que no llegan a abarcar nunca todo el significado que le queremos dar porque someten nuestra expresividad a la esclavitud de las reglas lingüísticas (al llegar a este punto, he detenido mi mano, con ella el bolígrafo y consecuentemente la sucesión de trazos de diversas formas y tamaños pero lo que no he podido detener han sido mis pensamientos). Entonces, ¿por qué estoy escribiendo? Ya se de antemano que lo que voy a escribir no va a satisfacer mi ansia de lo que verdaderamente necesito revelar e incluso es muy posible que cada una de las personas que lean esto descubran entre estas letras valores y significados con los que yo no contaba o he desechado confiriendo a este escrito un significado que no tiene. Esto me llena de una angustia que sólo puede entenderse sintiéndola en uno mismo, dejando que invada lentamente todo el cuerpo como si se tratase de cientos de agujas que dejan caer sobre ti y se van escurriendo lentamente por tu piel. De nuevo me doy cuenta que no hay palabras que puedan descubrir una sensación tan personal e intima y estoy a punto de dejarme vencer.
Espero no ser la única persona que haya tenido estos pensamientos, no quiero ser un bicho raro (aunque por otro lado, ¿qué hay de malo en ser un bicho raro?). Tampoco quiero ofender a tantos y tantos escritores que son alabados y admirados diciendo que sus escritos no son del todo fiables en cuanto a significación se refiere. En este momento se me ocurre pensar en otras manifestaciones de almas con inquietudes artísticas, considerando como artísticas aquellas que reflejan cualidades intrínsecas del sujeto creador, esto es, sentimientos, emociones, experiencias, sensaciones, impresiones, etc. Además del escritor que se enfrenta al folio en blanco, se puede hablar del escultor, del compositor, del orfebre, del actor, en cuanto que el primero se enfrenta a una pella de barro, el segundo a un instrumento silencioso, el orfebre a simple materia, el actor a un personaje inexistente. Por analogía, ¿podríamos decir que estos artífices sienten “miedo” ante el reto que supone la creación? Pensémoslo… El escritor, sentado cómodamente en su silla, frente a su escritorio, con su pluma favorita, en una habitación acogedora, se siente perdido en la blancura del papel. El escultor, el compositor, el orfebre, el actor, también deben sentirse perdidos ante una realidad informe, pasiva, e inexpresiva que ellos están llamados a metamorfosear en una realidad configurada, activa y expresiva, en definitiva viva. Un manuscrito nunca podrá tener el vigor y la viveza de una escultura, por muy realista y expresiva que la redacción quiera ser. Una escultura esta viva en su inercia. Por supuesto no hablo de su faceta física, sino de su lado mas humano, si se me permite decirlo así. Las características humanas que nos atañen a este respecto son dos: los sentimientos y la expresividad, y creo que estamos de acuerdo en que ninguna de ellas se lleva bien con las palabras. Los sentimientos son experiencias personales que no se comportan de igual manera en todos los seres humanos, por lo tanto es quimérico pretender definirlos; la expresividad es un afortunado don que nos permite incluso comunicarnos sin palabras (recordemos las “conversaciones” que un mimo tiene con su publico). En este punto debo hacer un inciso para alabar a la “niña bonita” de la literatura: la poesía. Tanto los sentimientos como al expresividad de las que antes hablaba tienen cabida en la poesía utilizando como instrumento la palabra, pero no la palabra lingüística, con su significante, su significado y sus reglas, sino la palabra poética, esto es, la palabra evocadora, que no está sujeta a objetividades sino que deambula libremente entre imágenes espirituales, propias del alma humana en su sentido más platónico. Todos podemos experimentar nuestras propias “imágenes espirituales”, pero se nos hace muy difícil transmitirlas a pesar del amplio abanico de posibilidades comunicativas de que disponemos nos hemos puesto limites expresivos confiriendo primacía a la palabra, ya sea escrita o hablada. Imaginemos que vamos de viaje a un país extranjero, pongamos Italia, por mucho que quieran explicarnos como es la Basílica de San Pedro en el Vaticano hasta que no estemos delante de ella no podremos sentirla ni experimentarla, aunque nuestro interlocutor fuera un afanado narrador. A este respecto es muy afortunada la siguiente cita de Leonardo da Vinci: “inscribid en cualquier lugar el nombre de dios y colocad enfrente una persona que lo represente, veréis cual de los dos será más respetado”. Pienso que solo un artista tan grande como él pudo llegar a esta resolución tan evidente y tan ignorada a la vez, aunque a lo largo de nuestra historia universal ha sido una verdad aprovechada y en otros casos temida. Recordemos que la iglesia durante el siglo XVI manejó las imágenes directamente para intentar salvarse del protestantismo imponiendo una iconografía y temática católica alejada de las corrientes reformistas. Mientras, otras culturas presintieron el poder de las imágenes y las rechazaron como ocurrió en el Islam o durante la crisis iconoclasta bizantina.
¿Se podría llegar a la conclusión de que “una imagen vale más que mil palabras? Sigo reflexionando…