Cuál niña con zapatos nuevos que estrena para ir a la iglesia el domingo, me dirigí ayer no muy de mañana todo sea dicho (dicen por ahí que los fines de semana no se madruga) a Bélmez, a unos 70 kilómetros de Córdoba, dirección Badajoz. Históricamente minero y actualmente empobrecido, este pueblo ha aguantado estoicamente el decaimiento de la industria del carbón sin encontrar aún otro sector que lo sustituya, aunque todavía no ha caído del todo en el olvido gracias a que alberga la Escuela Universitaria Politécnica, antes llamada "Escuela Práctica de Obreros Mineros" y, como no, por estar coronado por un fastuoso castillo.

Víctima del olvido

El recinto conserva la puerta de acceso típica musulmana, acodada o en zig-zag, que permitía un mayor control defensivo de la entrada al interior de la muralla, y que se completaba con una torre albarrana. La muralla estaba bien protegida por seis torres semicilíndricas que completaban el perímetro rocoso y escarpado del terreno, haciendo el bastión prácticamente inexpugnable. En el patio de armas todavía se conserva un aljibe, del que pude comprobar que todavía mantiene su funcionalidad, y encaramada en su techo, que hacía las veces de suelo de un segundo nivel en altura, me sentí sobrecogida por las vistas espectáculares que debieron disfrutar los antiguos moradores del castillo.
Como en otras ocasiones, acabo maravillada de la huella que la Historia ha dejado en nuestro entorno para que la rememoremos, aunque tengamos que realizar un esfuerzo atlético al que no estamos acostumbrados y subir varios metros una pendiente escalonada que parecía no tener fín.
Pero también como en otras ocasiones, me queda el sabor agridulce de comprobar que todavía estamos a años luz de tener una puesta en valor de nuestros monumentos acorde a su ilustre historia y que pocos somos los que nos preocupamos por conocerlos y disfrutarlos, cosa que no entiendo porque yo me siento una privilegiada cada vez que pongo un pie en ellos... qué pena...

Pero también como en otras ocasiones, me queda el sabor agridulce de comprobar que todavía estamos a años luz de tener una puesta en valor de nuestros monumentos acorde a su ilustre historia y que pocos somos los que nos preocupamos por conocerlos y disfrutarlos, cosa que no entiendo porque yo me siento una privilegiada cada vez que pongo un pie en ellos... qué pena...
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